El nombre de Miguel Hidalgo y Costilla está presente en todas las ciudades y pueblos de país, en los libros de texto y las estampas escolares, en decenas de monumentos y pinturas. Es el Padre de la Patria. Pero, ¿quién era y cómo era, en la vida real? Este programa explora su vida como teólogo brillante, sacerdote afanoso en sus tareas de caridad, tierno padre de los indios, curioso en lo intelectual, sensible para la música e industrioso para las artes. Un hombre agraviado por su condición de criollo en un país dominado por un puñado de peninsulares, que encabezó la madrugada del 16 de septiembre de 1810 la rebelión contra ese orden y, a partir de esos instantes, se transfiguró aún para sí mismo. Envuelto en llamas, implacable, frenético, Hidalgo selló su destino y el de una nación, México.
José María Morelos, sacerdote de vocación tardía, discípulo de Hidalgo, cura de pueblos insalubres de Tierra Caliente, fue ungido por él para encabezar la Revolución de la Independencia en el agreste sur del país. Pero sus prendas eran más extraordinarias que las de su maestro. Estudioso, disciplinado, racional, magnánimo, responsable, jovial, piadoso, profundo, Morelos vivió sus primeros 45 años cumpliendo con tesón y con gran sentido práctico su vocación de sacerdote, hasta que el llamado de la patria futura lo llevó a empuñar las armas. Temido y admirado, convertido en la figura militar más importante de la insurgencia, su ideario no era, como en el caso de Hidalgo, un grito de lucha entre las clases y las castas, sino un proyecto de construcción y concordia para todos los habitantes del país.
Agustín de Iturbide, artífice de nuestra efectiva independencia, fue el personaje más celebrado de su momento, y después, uno de los más censurados de nuestra historia. En tan sólo siete meses dio fin a una larga guerra de once años, con lo que pareció demostrar su convicción de que Hidalgo había equivocado los medios para conseguir la independencia de nuestro país. El recién nacido Imperio Mexicano carecía de monarca e Iturbide lo sería, pero su coronación sólo significo el comienzo de la etapa más tormentosa de su vida. Caudillo osado en la guerra y vacilante en el poder, cometió sin duda muchos errores, pero la sed de poder absoluto que le atribuyeron sus enemigos no corresponde a la verdad. Acusado de traidor y sentenciado a muerte, en sus últimas palabras el emperador caído imploró, inútilmente, que su nombre no fuera manchado con ese baldón injusto que le ha acompañado por casi dos siglos.
Vicente Guerrero, el arriero de Tixtla transformado en aguerrido insurgente, se convirtió tras la muerte de Morelos en uno de los pocos pilares que sostuvieron la causa de la insurgencia en las zonas más inaccesibles del virreinato. Pero casi sorpresivamente, la negociación con Agustín de Iturbide reemplazó en 1821 a los hechos de armas y el recorrido del nuevo Ejército Trigarante, formado por la unión de los antiguos insurgentes y casi todas las fuerzas realistas, se convirtió en un paseo triunfal que culminó con la entrada triunfal a la ciudad de México y la independencia efectiva de nuestro país. Pero Guerrero, que se había formado recorriendo los ásperos senderos de la Tierra Caliente, encontró en la capital un mundo ajeno y mucho más inhóspito que el de las sierras del sur. La política, las conspiraciones, los golpes de estado y las ambiciones lo envolvieron en su arrebato.
