17 de enero de 1966, nadie sospecha que ese día, en Palomares se va a producir el mayor accidente con bombas nucleares ocurrido hasta ese momento. Dos aviones estadounidenses acaban de estallar en el aire, uno de ellos cargado con más de 150.000 litros de combustible; el otro, con cuatro bombas termonucleares capaces de borrar del mapa Palomares y una gran parte del sur de España. Tres de las bombas aparecen rápido, pero dos de ellas esparcen sin control radiación alfa por toda la zona. ¿Y la cuarta? Su paradero es todo un misterio.
El fantasma de la contaminación se cierne sobre Palomares. Los americanos movilizan a su unidad de protección radiológica. Cuando encienden su medidor de radiación, la aguja del aparato se dispara. La intención de ambos gobiernos es que no se hable del asunto, pero la prensa huele una gran historia y decenas de periodistas de todos los rincones del mundo ponen rumbo a Palomares.
La búsqueda de la cuarta bomba se antoja casi imposible. Un pescador afirma que vio caer al mar un paracaídas sospechoso. ¿Podría ese bulto ser en realidad la bomba? Y a todo esto, se produce la imagen más icónica de esta historia: el baño del ministro Manuel Fraga Iribarne con el embajador americano Angier Biddle Duke en las aguas de Palomares.
Mientras se rescata la cuarta bomba, una discusión crece en los despachos de EE.UU. ¿Qué se haría con ella? ¿mostrarla a la prensa, o esconderla? Nunca en la historia se ha mostrado una bomba nuclear ante las cámaras, pero si no lo hacen, el mundo podría no creerles. Independientemente, los americanos han dejado grandes estigmas en Palomares y 55 años después la zona continúa sufriendo las consecuencias del accidente nuclear más importante a nivel global hasta Chernobyl. Una catástrofe ambiental con demasiados cabos sueltos.