La enfermedad de Luis no solo se confirma, sino que se complica de forma vertiginosa. Nadie se atreve a decírselo, pero él sabe que la cosa es grave. Todos sus planes, todos sus sueños, todas sus ilusiones como rey y como hombre se van desvaneciendo sin poder moverse de su cama. No hay dos formas de decirlo: el rey se muere. Y en medio de todo el vaivén de médicos chapuceros y señores con sotanas que empalman una misa con otra, la única que permanece junto a él día y noche es Luisa.