Samanta Villar conoce de primera mano uno de los pasos más conflictivos de Europa, la valla fronteriza de Melilla. La periodista convive con personas cuyo día a día está marcado por la frontera. Doce kilómetros de vallas paralelas de seis metros de altura, dotadas de luces de alta intensidad, videocámaras de vigilancia y equipos de visión nocturna, separan Marruecos de Melilla. La Ciudad Autónoma es para muchos africanos la última frontera hacia Europa y, por tanto, hacia la esperanza de una vida mejor. Su objetivo es atravesarla a cualquier precio. Al otro lado, patrullas de la Guardia Civil custodian la verja con celo para evitar la inmigración ilegal y el contrabando. En una de las pocas ocasiones en las que se ha permitido la presencia de una cámara de televisión en la vigilancia exterior de la valla, Samanta Villar acompaña a una patrulla de la Guardia Civil mientras vigilan el intento de salto de un grupo de subsaharianos. Allí conoce a Rafael, miembro del Cuerpo y responsable de la Sección de Seguridad Ciudadana de Melilla. Su trabajo consiste en evitar los saltos, que se suelen producir de noche y son registrados por cámaras térmicas, imprescindibles para detectar los movimientos de personas en la oscuridad. Sólo durante el pasado año saltaron la valla unas 120 personas, aunque el número total de aquéllas que lo intentaron sin éxito podría ser el triple. Se trata de una construcción que dificulta mucho el salto: entre la primera y la segunda línea existe una red de cable de acero pensada para dificultar la movilidad. Sin embargo, quien supera todas esas dificultades y consigue llegar al lado español ya ha conseguido la parte más ardua. Según Rafael, “entra dentro de un proceso de extranjería para ser devuelto a su país, pero el problema es que allí no lo reconocen”. En esas condiciones, el inmigrante ya es teóricamente libre para vivir en España. En ese momento comienza una nueva etapa llena de problemas para
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Carles Torras, Samanta Villar | Director |